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La complejidad del mundo

Sentado ante su visión de la complejidad del mundo, Fausto medita en espera de más luz. El mundo carece del sendero que precisa su afán de encontrar una forma superabundante de confluencias reveladoras: la figura final de una transformación cuyo germen ya reside en la existencia primordial. Con ese deseo, que es también el de Goethe en las artes y en la ciencia, el autor revela en su protagonista ese afán incansable de eterno aprendiz que obliga, a pesar de una avanzada edad, a continuar ahondando peligrosamente en los enigmas. Lo demoníaco se presenta entonces por sí mismo, atraído por la insatisfacción convocatoria del anciano sabio. Y no hay lugar sino para la desesperación en esa búsqueda sobrehumana que al final le llevara a las puertas, no ya de la ciudad, sino del infierno.

El fondo, con variaciones del ocre al amarillo, alude a lo largo del libro al anhelo desmedido del oro filosofal, símbolo de la búsqueda de la sabiduría suprema, de la transmutación de la materia y de la vida eterna. Las mutaciones vegetales y animales, incluso las de las nubes, y los laberintos de la óptica y de la mineralogía, representados en esta imagen, son temas que llamaban asimismo a Goethe a un frenesí indagatorio de diapasón tan hondo y diverso que lo iba aproximando paradójicamente a una clave general, a la idea de una esencia que acaso estructurara y gobernase al universo: a la Naturaleza como algo divino, como un poder inmanente que asomara ubicuo en toda epifanía. Esa inmanencia, ese aliento en el fundamento y la expresión de lo disímil y de las transmutaciones, es una de las claves de Fausto. Y ese hilo confluyente de las metamorfosis asoma con simbólica inmanencia en el entramado de las ilustraciones.

¡Oh, si hay espíritus en el aire
Que se mueven reinando entre la tierra y el cielo,
Descended de ese dorado velo
Y conducidme lejos, a una nueva vida de matices más intensos!
p. 46

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