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Humo maldito y raudo

Arrancado de todo aquello donde es inevitable su esencia infernal, Mefistófeles, como una bestia apegada a lo terrenal desde su raíz a toda superficie condenada, se lanza como una misteriosa fiera de inagotable energía, imbricada a través de los espacios y horizontes, como generando un humo maldito y raudo que le arrastrase en pos del intenso llamado del doctor Fausto. Para Goethe, como para Spinoza, lo divino es ubicuo e inherente a la naturaleza: es naturaleza, y, del mismo modo, lo demoniaco (Mefistófeles, que sintetiza energías de signo negativo pero igualmente activas, hambriento de ser y de poseer— es en la obra igualmente ubicuo en posibilidad,

símbolo de la acción del mal y de la transformación, y ambos polos serían una manifestación paradójica del propio poder de lo omnipotente de la acción en tanto paradigma. Para Goethe, una unidad superior integra todo lo existente. Y la pronta aparición del demonio sería, de alguna manera, confirmación de la existencia de lo divino: una especie de umbral de destrucción, antesala y estancia de agonías y de pecado, pero desde donde habrá de alcanzarse las configuraciones más elevadas de una existencia sobrehumana y perfecta, luego de una determinada secuencia de sacrificios y redenciones, hasta alcanzar la purificación: por eso lo verde a fondo y lo celeste, como horizonte posible tras la cerca del sacrificio, representada con variaciones de matices cálidos, y un sol sacrificial, rojo, que se impone por entre la niebla.

¡Soy el espíritu que siempre niega!
Y, con razón, pues todo lo que nace
Es digno de perecer.
Por eso, mejor sería que nada naciese.
Así pues, todo lo que llamáis pecado,
Destrucción, en una palabra, el mal,
Es mi propio elemento.
p. 53

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