W. Minet

Fausto no es sólo el título más importante de Wolfgang von Goethe, sino una de las obras cumbres de la literatura universal; en ella, el poeta alemán crea uno de los grandes arquetipos de la condición humana más influyentes en la cultura: como don Quijote, como Don Juan, como la Celestina, Fausto encarna simbólicamente uno de los problemas capitales del individuo de todas las épocas: la lucha contra el destino, las caídas y tentaciones a que le llevan las principales fuerzas que le arrastran a la acción: el poder, el amor, la ambición, la codicia… el largo etcétera de impulsos que nos mueven.

No crea Goethe el personaje, que de manera difusa procede de la Edad Media y de la literatura tanto europea como oriental; en Inglaterra, un dramaturgo maldito, Marlowe, a quien ahora algunos críticos tratan de convertir en la mano que escribió las obras de Shakespeare, ya compuso la primera gran obra, convirtiendo a Fausto en una especie de titán, un superhombre que pretende desarrollar su personalidad hasta el infinito, para gozar de placeres inauditos y ejercer poderes soberanos.

Goethe había visto representar varias veces esa obra de Marlowe; pero aborda la trama de un modo revolucionario, porque aplica al personaje la experiencia de su propia vida utilizando un conjunto de formas líricas propiamente germánicas, desde rimas a géneros, y no duda en mezclar altas escenas de concepción alegórica y teológica con cuadros de la vida popular. Goethe abarca todo en su Fausto desde el punto de vista literario: crea personajes, utiliza recuerdos, inserta ideas de índole estética y filosófica para lograr un poema total. Lo centra en la relación de esa pareja, Fausto y Mefistófeles, que se corresponden de manera antitética: el ideal que Fausto hace del hombre tiene su contrapartida en la fría razón con que Mefistófeles afronta los hechos: idealismo y pragmatismo para acercarse al misterio de la vida.

La idea de Fausto persiguió a Goethe durante varias décadas, desde 1773-1774 en que redacta el Urfaust, o primer Fausto, hasta 1808 y la edición revisada de 1828; entre vacilaciones y tanteos, Goethe hace una apología de las contradicciones del ser humano, atado a sus circunstancias terrenales y sociales, pero que quiere elevarse por encima de su condición, de un entorno en el que empieza a triunfar la técnica y el racionalismo; seducido temporalmente por el demonio, Mefistófeles le tienta con un imposible: el retorno a la juventud, a los inocentes pero apasionados amores de la adolescencia, cuando los misterios eran impenetrables y suponían un acicate para la imaginación. A cambio, tiene que vender su alma, poniendo al lector en la duda de si, como decía Juan Tenorio, «un punto de contrición» en el último instante puede salvarle.

Que la sociedad del siglo XXI haya dejado de tener puntos de vista teológicos sobre la vida, no priva a Fausto de nada: sigue siendo el destino, y la posibilidad que tiene el individuo de modificarlo, de ponerle de su parte, el eje de una tragedia que los seres humanos viven en su intimidad más profunda. La intensidad lírica y dramática es lo que le presta una belleza comparable a la que buscaron Dante en la literatura italiana, Shakespeare en la inglesa y Cervantes en la española.