J. R. Hernández

El traductor de Fausto de Liber Ediciones es Doctor en Derecho por la Universidad de Friburgo, filósofo, ensayista y traductor. Amplió sus estudios de Filosofía, Derecho y Ciencias Políticas en las Universidades de Múnich, Friburgo y Heidelberg. Es un ferviente estudioso de la cultura alemana, autor de numerosos artículos en la prensa sobre cultura alemana y anglosajona y traductor, entre autores como Goethe, Nietzsche, Schopenhauer, Stirner, Kafka Lichtenberg, De Quincey, Melville, Gebser, Chesterton, Kleist, Gustav Meyrink.
Entre sus libros destacan Donoso Cortés und Carl Schmitt (Schöningh, 1998), Nietzsche y las nuevas utopías (Valdemar, 2002) y Sobre la identidad europea (Biblioteca Nueva, 2008).

Aquí les dejamos las reflexiones de José Rafael Hernández Arias, sobre su papel como traductor en esta obra de Fausto.

En un mundo como el nuestro, cada vez más acelerado y fugaz, tan hostil al reposo reflexivo, en el que nos vemos involucrados en una cacería continua de novedades que suelen resultar, con suerte, viejas verdades bajo una nueva pátina, se necesita, con tanta más urgencia, dirigir nuestra atención a aquellas obras de la literatura universal que han alcanzado el rango de clásicos. Estas obras, por la clarividencia de sus autores, por la penetración y perspicacia de sus ideas, se han convertido en una suerte de brújula para la humanidad: sirven de orientación y de estímulo intelectual, nos ofrecen la posibilidad de descubrir los entresijos de nuestra propia existencia, que siempre es fruto de una historia social y cultural.

Soy consciente de que al término clásico se le ha quedado adherido cierto matiz negativo, es posible que esto se haya debido a que el mundo académico se ha apoderado de estas obras, diseccionándolas, disecándolas y sometiéndolas a auténticas bacanales interpretativas, o a su estudio obligatorio en colegios, tratándolas como si fueran una camisa de fuerza. Pero nadie debería arredrarse ante este hecho, pues introducirse en una de las grandes obras de la literatura siempre va a ser una aventura personal, una experiencia exclusiva que redundará en un incremento de la lucidez de nuestra propia conciencia.

Con las grandes obras de la literatura universal nos encontramos, además, con un fenómeno extraordinario, ya que logran catapultarnos a una dimensión atemporal de la existencia humana, pues han sido capaces de captar lo esencial de nuestra humanidad, lo que siempre ha sido, es y será. En esa dimensión somos contemporáneos de los personajes de Homero, Shakespeare, Cervantes, Goethe o Dostoyevski; sus vicisitudes, sus dudas y dilemas son los nuestros, aun cuando pertenezcan a épocas y situaciones tan diferentes. No hace falta mencionar, por otra parte, el enriquecimiento que supone para la propia cultura la lectura de clásicos procedentes de otras latitudes, merced a los cuales conocemos lo que nos une y lo que nos diferencia, aparte de abrirnos los ojos a realidades distintas, a otras dimensiones de la existencia humana. Es aquí donde la traducción desempeña su gran papel de enlace cultural, más aún, a ella se debe que las culturas se conozcan, se mantengan fértiles y fructíferas, estimulando las energías creativas de los destinatarios, generando debates e incrementando el caudal y la hondura del pensamiento y de la imaginación. Ahora bien, no hay traducción perfecta; toda traducción literaria o filosófica es antes que nada aproximación a la obra original, es interpretación; de ahí la importancia de que cada generación cuente con sus propias traducciones de los clásicos, con sus propias versiones, con su propio léxico renovado, sin detrimento de las anteriores que siempre han de servir, igualmente, de referente. Lo mismo se puede decir del arte de la ilustración, por el cual el artista, con sus grabados y dibujos, no “adorna” el texto, sino que nos ofrece su visión de lo relatado en la obra. Esta traslación del texto al campo de la imagen también ha de variar por necesidad según el artista y su época, por lo que siempre será de vital importancia que cada generación cree sus propias versiones y deje constancia así de su inspiración y de su circunstancia histórica.

No cabe duda de que la tragedia de Fausto, obra de un genio universal como lo fue Goethe, siempre ha poseído una actualidad palpitante, siempre ha estado a la altura del presente, y esto es a fin de cuentas lo que precisamente define a la obra clásica. Pero en los tiempos que corren podemos afirmar que su actualidad se ha vuelto apremiante, pues en la obra del vate de Weimar se expresan temas que preocupan especialmente al hombre de hoy, como la creación artificial de vida humana, la responsabilidad moral del científico, las consecuencias de la globalización, las relaciones entre las culturas, el peligro de las grandes simplificaciones, el nihilismo, o la aceleración del progreso tecnológico, al que Goethe ya en su tiempo calificó de “velociférico”, y que con su actitud soberbia e impaciente, con su precipitación irreflexiva, amenazaba y amenaza con provocar graves perturbaciones en el destino de la humanidad. En el Fausto de Goethe, que no lo olvidemos, se gestó a lo largo de sesenta años y constituyó su obra suma, nos encontramos con una historia profundamente meditada de la cultura de Occidente y con una profecía basada en sus presupuestos. Por todo esto merece la pena familiarizarnos con Fausto y Mefistófeles, seguir sus peripecias y dilemas, comprender sus motivaciones, pues surgen de una mente prodigiosa que fue capaz de asimilar la historia de la cultura y el espíritu del tiempo. Y a esto se debe que dichas figuras literarias nos puedan abrir los ojos sobre muchas tendencias y acontecimientos que caracterizan nuestro presente.

Fausto se une por la potencia imaginativa que lo ha creado al gran elenco de mitos literarios surgidos en el mundo de la cultura, entre los que se cuentan desde personajes concebidos en la Antigüedad, como Aquiles, Ulises o Edipo, a otros modernos como Don Quijote, Hamlet o Don Juan. Estas figuras literarias, tan presentes en nuestra memoria colectiva, se han transformado en auténticos instrumentos de conocimiento, también en símbolos de identidad existencial y colectiva. Leer sus historias en los últimos tiempos casi se ha convertido, sin embargo, en un acto de rebeldía contra tendencias propagadoras de una desidia intelectual que genera olvido e ignorancia. Despreciar o desoír a los clásicos, en definitiva, equivale a despreciarnos a nosotros mismos y a no querer conocer de dónde venimos ni querer saber a dónde vamos.